Llamar

***
Palabras escritas, manchas. Palabras voceadas, flatos.

Nos inflamos con vanidad, sólo por mover algo de aire desde una fosa cavernosa, por hacer que repercuta hacia fuera. Aun cuando cada línea escrita termine por borrarse; pese a que cada voz acabe por desvanecerse. Y es que cada llamado de voz –escrito o proferido en habla- esconde el profundo terror a ser incomprendido.

Llamamos suplicando un abrazo que nos fusione a un plácido regazo. Antes del total olvido. Puesto que cada intento de significar concluye en un antiguo silencio. Se teme a una soledad incomprendida. No por eso se rechaza una reputación, una ilusoria fama basada en un ridículo malentendido. La fama es la fe de lo superfluo, entregar la experiencia a la vanidad. No es lo mismo el malentendido que la incomprensión. Temblamos, al descubrirlo cuando esperamos una respuesta a la pregunta que cada uno oculta, que cada uno es. Cada voz, a medida que es producida: nace, crece y muere. Todo lo que intentamos comprender antes requiere un duelo. Vivir, amar, comprender, son una sola cosa. Ese duelo.
Hay una sola imagen terrible en el reflejo donde nos observamos. La imagen del bebé que nace, que es expulsado al desamparo, desde una perfecta pasividad. Ser expelido al medio de las bestias, entre las máscaras de hombres. Tal es el punto de partida. Queda entonces vivir nostálgicamente. La vida consciente. Quizá sólo presenta una exigencia: llevar a cabo el duelo del placer.

0 comentarios:

Publicar un comentario