¿Por qué escribes de dios?

Yo no escribo de dios, sino a dios.
Escribo ante el océano que me alberga según me anega el destino de las olas.
Escribo en busca de eso que es en mí sensible y no es yo.
Dios, mi dignidad que indigna. Por no ser tu cruz.

Siento el fervor en mi carne y siento celos, de todo lo que es divino y se me prohíbe.

Tal vez la fiebre sea mi dios. El ardor que me roe, me somete a ser yo.
He querido volverme vulnerable, incluso al aire. Romperme hace que todo sea intenso:
vivo de desear la santidad sin vistas a dios. Guardo vocación de mártir.
La cruz se hace cuerpo cuando callo y escribo.

Cada palabra, un espasmo:
-Quisiera comer de dios-.

Escribo del fuego en mi sangre, del éxtasis surgido con la piel.

Todo lo que escribo es a costa de no poder ser yo crucificado. Cada vez que pienso en el Cristo, cometo el pecado de la envidia.

Haz que tu voluntad sea libre del terror al mal.

Sólo suplico al dios herido, el que procura vida, el que abandona.
Sentirme penetrado por su aire. Sentirme lleno con su orgullo, por su potencia y su fragilidad, herido de su ternura y de su violencia.

Todo lo que es en mí sexo es deseo de dios que insiste en denigrar lo divino.

También el ardor en los huecos de mi cuerpo es un modo de piedad.
Soy fiel al arcaico medio de conocer: mediante carne desesperada.

Estoy dispuesto a todo, para no serlo todo, y devolverme a ti.

Hágase tu voluntad, en tanto todo tiemble de mí.
Rechazo a dios hasta que venga con la forma de una muerte que hurgue en mis agujeros.

Dios es la caricia que me embriaga y me humilla.

Cada una de mis palabras redime la voluptuosidad:
Sólo hay resurrección si el yo es el sacrificio.

3 comentarios:

Carnets dijo...

Amélie Nothomb describe en 'Biografía del hambre' su ávido apetito de "todo"
ISRAEL PUNZANO - Barcelona - 19/02/2006


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"Soy excesiva", afirmó Amélie Nothomb (Japón, 1967) hace unos días en Barcelona, en la presentación de su libro La biografía del hambre (Anagrama, en castellano, y Empúries, en catalán), un hilarante y sincero autorretrato literario en el que repasa sus insaciables y variopintos apetitos. Amélie Nothomb, hija de un diplomático belga, pasó la infancia viajando. China, Nueva York y la India fueron algunos de los destinos de su padre y escenarios de la niñez de la escritora. No obstante, dice haberse sentido siempre una nipona vocacional. "Todo lo que relato en este libro es cierto, pero no sé si supone una autobiografía verdadera, porque no es exhaustiva", dijo la autora, quien califica al hambre de "motor de la humanidad".

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No sólo avidez de alimentos y sed de agua, que bebía por litros hasta que se le hinchaba el estómago, sino también de libros, amores, sensaciones y, en definitiva, de "todo lo que existe". "Soy la campeona de todas las categorías del hambre. Pronto me di cuenta de que tenía más hambre que los demás. Al final, resultó ser una ventaja, porque era la que obtenía más placer", se felicitó Nothomb, que, según cuenta, de pequeña cogía unas borracheras impresionantes. "Tenía un pacto con mis padres. Nos daban libertad absoluta mientras sacáramos buenas notas en el colegio. Fue un pacto muy peligroso", bromeó en referencia a su alcoholismo precoz.

Fetichista del chocolate
El libro arranca con un ejercicio de perplejidad. Nothomb reseña la existencia de Vanatu, un idílico archipiélago oceánico en el que sus habitantes están bien saciados por la generosidad de la naturaleza que les rodea. Lo que parece un don, es visto por aquellos isleños como una desgracia. La escritora no puede encajar la presencia de un lugar en el que no se pasa hambre. Ella confiesa tenerla siempre, especialmente de dulces. En la obra describe sus atiborramientos de chocolate como una experiencia sublime. "Soy una gran fetichista del chocolate y puedo comer cantidades monstruosas. Ni siquiera hace falta que sea bueno", admitió la autora sin ambages.

Paradójicamente, tanto su hermana como la propia escritora padecieron anorexia siendo adolescentes. "Mi hermana tenía 16 años y yo 13 cuando las dos dejamos de comer al mismo tiempo. Yo me curé. Ella, no. Empecé a salir de la anorexia a los 17 años gracias a la escritura. Al menos, eso creo ahora", comentó. Como si se tratara de un banquete, Amélie Nothomb se entregó sin medida a la literatura. "Estoy acabando mi libro número 58. Escribo unos tres al año. Los guardo en cajas, porque no todos se publican", concluyó la autora, que compareció ante los periodistas tocada con un espectacular sombrero negro y frotándose las manos por la comilona que le esperaba tras finalizar su intervención.

Carnets dijo...

Sus novelas inspiradas en su infancia en Japón han convertido a esta narradora belga en una de las escritoras más populares y destacadas de Europa. En Biografía del hambre, Amélie Nothomb regresa a sus primeros años en Oriente en una autobiografía que parece cerrar un círculo existencial y literario. En esta entrevista, la autora de libros como Estupor y temblores, habla del hambre como motor de la Historia, de su descubrimiento de la belleza y de la explotación de la piedad.

Tras la publicación en 1992 de Higiene del asesino, Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) ha publicado con regularidad de metrónomo una nueva novela cada año, alternando las que son de carácter abiertamente autobiográfico con las que encuentran su inspiración en otro lugar que la propia vida de la autora. Unas y otras han sido regularmente traducidas al castellano por escritores como Ana María Moix y Sergi Pàmies. Ahora se publica en España Biografía del hambre, su duodécima novela, una obra que evoca la infancia, adolescencia y juventud de la escritora, desde que abandona el Japón natal, con cinco años, y hasta que vuelve a él, con veintiuno recién cumplidos.


BIBLIOGRAFÍA

Amélie Nothomb- DANIEL MORDZINSKI


El templo Thatbinnyu- AP

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PREGUNTA. En la novela, y quizás en su vida, ese retorno a Japón equivale a cerrar un paréntesis, a reconciliarse por fin con el mundo.

RESPUESTA. Efectivamente. Tuve suerte de regresar a Japón, de emprender ese viaje una vez cumplidos los veintiuno y poder reencontrarme con Nishio-san, mi madre japonesa, la mujer que me cuidó hasta los cinco años. Volver a verla me era indispensable. Y en Tokio conocí a ese chico japonés, con el que tuve una primera historia de amor feliz. Disfruté mucho durante un año, 1989, viajando por el país con él, aprendiendo japonés. Luego vino mi ingreso en una compañía japonesa, lo que he contado en Estupor y temblores, es decir, cómo me vi rechazada por aquel mundo al que yo quería pertenecer a toda costa. Fue triste pero no trágico y, en cualquier caso, he de decir que ellos tenían razón, que yo era belga a pesar de que quería pasar por y sentirme japonesa.

P. En un libro sobre la faim (el hambre) parece lógico que el descubrimiento de la belgitud, el ser belga, vaya ligado a una galleta prototípica.

R. El spéculoos, con su azúcar moreno, la canela y otras especias. Comí mi primer spéculoos en China, robándolo de los productos almacenados en el garaje. No sabía lo que era, pero fue mi primera experiencia consciente del placer. Y fue a través de una galleta típicamente belga. Hasta ese día el país del que yo tenía la nacionalidad sólo era una palabra y un color en el mapa del mundo. A partir del spéculoos pasa a ser otra cosa. Sobre los sabores de la infancia se han escrito páginas importantes, basta con recordar la madalena de Proust. ¡En los alimentos hay algo que va mucho más allá de la estricta alimentación!

P. Sin duda, puesto que para usted, como para Marx la lucha de clases, o para Stuart Mill el deseo de ganar más, el hambre es el motor de la historia.

R. Estoy convencida y no creo que exista ninguna contradicción entre mi punto de vista y los autores que usted cita, sobre todo si se contempla el hambre desde un punto de vista abierto, que incluya apetitos que no sean sólo los ligados a la comida. Por eso abro el libro con una referencia al archipiélago de Vanuatu, que durante siglos ha vivido en la abundancia y el aislamiento, que no ha conocido el hambre. La constatación es cruel: tener hambre es terrible, pero no tener la posibilidad de pasar hambre es aún peor. Vanuatu es un paraíso que es un infierno porque suprime el deseo en la medida en que no hay problema para colmarlo.

P. Su experiencia del hambre física es voluntaria pero hija de una experiencia traumática, de una tentativa de violación...

R. Olvidémonos de grandes palabras. Decidí dejar de comer el 5 de enero de 1981, a los trece años, el día de santa Amelia. Lo hice conjuntamente con mi hermana Juliette. Tomar la decisión las dos a la vez es un acto de unión muy fuerte, de amor. ¿Hasta qué punto fue racional? Todo lo racional que se es a los trece años, claro. Y el que eso ocurriese en Bangladesh, mientras mi padre era embajador allí, seguro que también es determinante. No se puede ver cada día impunemente el espectáculo violento y constante del hambre, vivir rodeado de gente que muere porque no tiene qué comer.

P. Y a eso hay que sumarle la llegada de la adolescencia que coincide con ese intento de violación.

R. No sé cómo viven esto los chicos, pero para nosotras la llegada de la adolescencia se asemeja a una violación. Supone la pérdida de un cuerpo coherente, un cuerpo en continuidad con el espíritu. Para un niño la separación del cuerpo y el alma es algo que carece de sentido, la unidad es perfecta. La adolescencia convierte nuestro cuerpo en un extraño, en un enemigo, de pronto habitamos en un cuerpo en el que no nos reconocemos. Es una fase de una gran violencia y yo viví y reaccioné a esa violencia a través de la anorexia, a través del hambre absoluta.

P. Y si tomamos al pie de la letra su libro, fue lo que la salvó del alcoholismo.

R. En efecto. Desde que yo tuve seis años nuestros padres nos trataban como personas responsables. Si obteníamos buenos resultados escolares nos dejaban libertad total, estimaban que todo iba bien. Y con Juliette descubrimos el alcohol, el placer de emborracharnos. La anorexia, en la medida en que detesta las calorías, puso fin a nuestras pequeñas pero repetidas cogorzas.

P. Usted pretende que con la primera menstruación y la primera agresión sexual se desvanecen sus "poderes" de superdotada.

R. Sí, en el mismo momento en que, en el mar, mientras me bañaba, unas manos me penetraban, en ese instante perdía también mi primera sangre y tuve la sensación, física, de que mi cerebro también se vaciaba, como un lavadero del que han sacado el tapón. Todo mi talento para las matemáticas, para el cálculo mental, se fue por ese desagüe. Nunca más he vuelto a ser la primera de la clase, como lo era en el instituto francés de Nueva Cork, donde había organizado una suerte de culto a mi personalidad aprovechando que los profesores me presentaban como la alumna modelo, la mejor en todas las materias. Era un instituto espantoso, muy elitista. ¡Con decir que ahí estudió el actual primer ministro, Dominique de Villepin!

P. Un primer síntoma de la adolescencia que acecha lo vivió usted con el descubrimiento de la belleza literaria.

R. Fue leyendo un relato de Colette, La cire verte (la cera verde). De pronto hubo una frase que produjo un estremecimiento en mi columna vertebral, el vello se puso de punta y la piel de gallina. Y era una frase que hablaba de cera, de cómo fundía. Nada trascendente sólo que ahí estaba la belleza. Nada que ver con lo que te enseñan los profesores de literatura en la escuela, con las aliteraciones, con la repetición de sonidos o términos. Tuve la sensación física de haber conocido la belleza.

P. También habla de palabras que le producen crisis de asma.

R. ¡Era una repugnancia absoluta! No soportaba que nadie las dijera, me producían una angustia terrible, un desagrado que afectaba mi cuerpo. Ahora conservo esa capacidad de odio por ciertas palabras, pero el oírlas ya no me provoca trastorno. Es el caso de la horrible "hormona". En ese caso, la sonoridad espantosa va unida a un contenido que también lo es.

P. Volvamos a la belleza. Luego, en Myanmar (Birmania), el contacto con ella también se transforma en un problema.

R. ¡Ya era una adolescente! A esa edad, la más violenta, la experiencia de la belleza resulta insostenible. Es lo que explica Mishima en El pabellón dorado, aunque sea por otras razones. De niña o de adulta hubiera soportado la visión de todos aquellos templos, pero a los trece años necesitaba destruir tanta perfección.

P. Entre los autores a los que rinde homenaje figura Henry de Montherlant por Les jeunes filles .

R. Es un libro abominable pero magnífico. Es una gran crítica de una cierta idea de la feminidad. En la novela aparecen distintos modelos de mujer, todos a evitar, mujeres miserables, que crean sentimiento de culpa, que viven de la piedad de los demás, que no cesan de querer inspirar lástima.

P. La explotación de la piedad es, aunque sea tangencialmente, un tema que aborda en su última novela, Acide sulfurique.

R. A partir de una emisión que lleva al límite el horror de la llamada telerrealidad me refiero a ese cinismo extraordinario que lleva a culpar a las víctimas, ya sea a culparlas de las desgracias que sufren, ya sea a negar las mismas. ¡Y eso al mismo tiempo en que todo el mundo, incluidos los verdugos, quiere ser víctima! Supongo que por ese motivo se envidia a las víctimas de verdad, porque se las quiere suplantar.


BIBLIOGRAFÍA
Antichrista (Anagrama, 2005).

Diccionario de nombres propios (Anagrama, 2004).

El sabotaje amoroso (2003).

Cosmética del enemigo (Anagrama, 2003).

Metafísica de los tubos (Anagrama, 2001).

Estupor y temblores (Anagrama, 2001-Quinteto, 2005).

Atentado (Circe, 1998).

Las catilinarias (Circe, 1997).

Carnets dijo...

Un relato (en reconocimiento a un compañero).

Cobertura
Sergi Pàmies


Cómo me gusta escribir en una lengua
que dicen que se muere.
Màrius Sampere



Empezaré por el final porque el principio es bastante triste: vale la pena reír, cantar en la ducha, ayudar a abrir la puerta a una mujer que regresa del supermercado cargada de bolsas, olernos los dedos antes y después de, dar conversación a los taxistas, entrar en una tienda y probarnos ropa que no podemos pagar... Eso lo pienso ahora, claro, mientras recuerdo la última parte de una historia que quizás escriba algún día y que se inicia con la tarde en que, leyendo el periódico en la sala de espera de un médico, me entero de que la novela ha muerto. Lo afirma, en las páginas culturales, la novelista que más admiro. Dice: «La novela ha muerto», y, después de leerlo, no doy crédito a sus palabras. El hecho de que, con una inmutabilidad de forense, una reconocida escritora certifique la muerte de la novela me trastorna hasta el punto de pensar en abandonarlo todo y, en particular, la novela que, desde hace más de dos años, intento terminar. Para diferir la noticia, recuerdo que miro a mi alrededor y que me pregunto qué hago aquí. La respuesta, lenta, llega: estoy en la sala de espera porque, después de haberme ordenado hacer unos análisis y una resonancia magnética, el médico me ha citado para comentar los resultados. No he abierto ninguno de los dos sobres porque me da miedo. No tengo ningún motivo para pensar que me ocurre algo. Me encuentro bien. Los mareos y los vómitos de hace unas semanas no se han repetido. La taquicardia también. Pero nunca se sabe. «Por si acaso, nos haremos unas pruebas», dijo el especialista utilizando una primera persona del plural que, si la cosa se pone fea, sólo me incluirá a mí. Por eso he venido, recuerdo, para salir de dudas, convencido de que no tengo que abrir los sobres y temeroso de continuar leyendo el periódico en el que la escritora entierra la novela. Me sudan las manos, como le ocurre al asesino de la historia que, a trancas y barrancas, estoy escribiendo. Como en casi todas las salas de espera, el paisaje es desolador. El papel pintado, el color de la moqueta, los cuadros con escenas de caza, los grabados de la ciudad amurallada, al mesita sorbe la cual se amontonan las revistas manoseadas y la tapicería de las sillas compiten en fealdad. Los médicos decoran las salas de espera así para tener parte del trabajo hecho, recuerdo que sospecho. Si el diagnóstico es positivo, lo sobrevaloramos porque acabamos de salir de un paisaje que anula toda esperanza y que contrasta con la luminosidad de la bata blanca del doctor. Si, por el contrario, es pesimista, no nos sorprende, porque nos parece la consecuencia de una decoración de una sala de espera que no hacía presagiar nada bueno.
Dejo el periódico encima de los sobres, en la silla de la derecha, porque no quiero mancharlo de sudor. Me miro las manos. Me gustaría ser capaz de interpretar la red de líneas transversales y paralelas, de la vida o del destino, del éxito o la salud, pero sólo consigo comprobar que antes nunca me había mirado las manos durante tanto rato y que eso debe de significar algo. Ojalá hubiera alguien en la sala con quien charlar. Podría hablar de deportes, del tiempo, de política, de enfermedades, de cualquier cosa. Incluso de temas más trascendentes, como por ejemplo la muerte de la novela –o, mejor todavía, de cómo se muere la lengua en la que escribo la novela-. Necesito abrir la boca, utilizar las palabras para descargar la tensión que, de un modo gradual, se me va acumulando en las entrañas. Detrás de la puerta de cristal mate, observo la silueta de la enfermera. cuando la sala está llena, esas idas y venidas dan esperanzas a los que están sentados. Ahora que ya llevo más de tres cuartos de hora esperando, en cambio, me producen escalofríos. Deduzco que la anterior visita todavía no debe de haber salido del despacho y que, teniendo en cuenta el rato que lleva allí, a la fuerza han tenido que darle una mala noticia. Quizás se ha desmayado, especulo. Igual que se desmayaría la novela si, en la consulta del especialista, le anunciasen que se está muriendo. Igual que yo me desmayé cuando, el día después de nacer mi hija, me comunicaron que sufría un problema congénito, un caso entre un millón, así, sin dar más datos, camuflando el desconocimiento bajo un barniz de serenidad ensayada, refugiándose en un territorio relleno de teoría y desierto de ejemplos prácticos. En aquel momento, mirando fijamente la puerta de cristal, recuerdo que, de entrada, la noticia del problema de mi hija me horrorizó y que sentí cómo, procedente de las paredes estomacales –desgarrándolas y abriéndose paso entre un mar de jugos gástricos y nervios–, un misil de angustia me salió disparado hacia el esófago, me atravesó la garganta hasta explotarme en la bóveda del cráneo y me obligó a mover la cabeza primero hacia atrás y, después, pum, todo el cuerpo, silla incluida, hacia el suelo. Cuando, medio atontado y hundido del todo, volví a abrir los ojos, el médico seguía hablando del diagnóstico y decía que mi reacción había sido normal.
Normal.
Es un adjetivo que saca de quicio, hasta el punto de que el asesino de la novela que escribía entonces y que todavía no eh terminado se llama Normal, en parte porque de algún modo tenía que llamarse y en parte por la alergia que me produce esta palabra (casi tanta como «miscelánea»). También recuerdo que, justo después de revivir el desmayo y de sentir vergüenza (porque el protagonista de la situación era la niña y no yo, porque durante los segundos en los que perdí el conocimiento el médico quizás dijo algo importante, porque no pensé en los hijos y en los padres que pasan por situaciones realmente dolorosas, ni en la madre que, a mi lado, convertía la responsabilidad en grandeza, porque no vale enterrar la cabeza bajo la arena cuando la cosa se pone fea; en fin, por tantas cosas), cambio de asiento, atravieso la sala de espera en diagonal, me subo los calcetines, me sacudo los pantalones, me muerdo las uñas y vuelvo a comprobar si llevo el teléfono portátil. Siempre lo llevo conectado, por si la canguro que cuida a mi hija tiene que localizarme. Me gusta asegurarme de que tengo cobertura, de que me localizará si me necesita. Debe de tratarse, también, de una inquietud normal. Lo he comentado con otros padres y he comprobado que la angustia por lo que pueda ocurrirles a los hijos está muy extendida entre los hombres pero que, no sé por qué razón, nos cuesta confesarla. Hasta el extremo de que, en la novela que, en una lengua que se muere, todavía estoy escribiendo, el personaje asesinado dice (cito de memoria): «Los hijos son como una docena de huevos que uno arrastra toda la vida, procurando que no se rompan, adaptando todos los movimientos a su fragilidad, protegiéndolos de los golpes y sacudidas, hasta que, un buen día, un huevo se rompe y sale de él un animalito que ya puede volar por su cuenta.» Yo todavía estoy en la fase de los huevos, recuerdo que pienso. Un huevo único, uno entre un millón, un caso único, teoría pura, ningún padre o especialista cerca con quien compartir tipos de tratamientos, sólo la angustia de mirarme las manos barnizadas por el sudor (e indescifrables) y la impotencia de no saber nunca si actúo correctamente, si todo eso que los médicos consideran «normal» es tan normal como dicen o si sólo es la manera de tranquilizarnos todos y de ganar tiempo mientras la medicina –¡venga, más deprisa!– avanza. Sin venir a cuento, recuerdo que me pregunto qué le ocurrirá a mi hija si los análisis y la resonancia confirman que tengo algo. Me he acostumbrado a vivir con el miedo en el cuerpo, a especular que le ocurren cosas a ella, y, de repente, descubro la angustia de imaginarme que ella está bien, sana, feliz, y que, en cambio, yo no estoy allí para verla, ni para ayudarla, ni para discutir o quedarme callado, como me ocurre tan a menudo cuando la miro sin saber qué decirle (tantas inconfesables veces, incapaz de vencer una barrera que a duras penas me permite darme cuenta de todo lo que podríamos llegar a hacer y a compartir si yo fuera capaz de destruirla, así, de golpe –¡tan fácil como parece!–).
Se abre al puerta. la enfermera me dice que ya puedo entrar. Intento interpretar su sonrisa, leer en ella alguna información relativa a la gravedad del anterior paciente. Pero, concentrado en soportar una multitud de sedimentos cosméticos, el rostro de la enfermera no comunica mensaje alguno. Entro en el despacho. El médico me estrecha al mano con la mano blanda y, entonces, recuerdo la primera vez que me la estrechó, así, como si su mano fuera un guante de látex relleno de gelatina. Y que me produjo cierta repugnancia. Luego, opté por suponer que las personas que tiene que estrechar muchas manos al cabo del día se acaban hartando y, al final, convierten la mano blanda en un signo gremial, como si quisieran reservarse la energía de la mano no para saludos banales, sino para el momento culminante, en este caso, cuado el bisturí no puede fallar.
El despacho, iluminado por un sol otoñal, contrasta con la sordidez de la sala de espera. en las paredes, una colección de diplomas entre exhibicionistas y disuasorios, una fotografía del médico saludando al rey (¿también con la mano blanda?, me pregunto) y poca cosa más. La austeridad de la decoración hace que reluzca todavía más la cantidad de oro que el especialista lleva encima: reloj en una muñeca, pulsera en la otra, cadena al cuello, anillo en el índice izquierdo. Sentado delante de él. intento contestar correctamente a todas las preguntas que, para romper el hielo, suelen hacerse en las consultas antes de ir al grano. Finalmente, el especialista coge los sobres, se pone las gafas y lee los resultados de los análisis –él los denomina «analítica»–. A continuación, abre el inmenso sobre de la resonancia, le da la vuelta a la silla, coloca las pruebas sobre una placa luminosa, vuelve a mirar los análisis, hace «mmm» (un «mmm» imperceptible), llama a la enfermera para que le traiga el historial, vuelve a hacer «mmm» (esta vez, un poco más fuerte), mueve los labios mientras lee, coloca de nuevo la resonancia sobre la placa, la mira a contraluz, me pregunta si habíamos hecho alguna antes, escucha cómo le respondo que no, vuelve a mirar los análisis, los guarda dentro del sobre, guarda la resonancia, anota algo en una letra ilegible en la parte inferior de una ficha, se quita las gafas y, como cierre a toda esta interminable coreografía del suspense, dice: «Normal. Todo es perfectamente normal.»
Normal.
Como que llueva en otoño. Como que haga frío en invierno. como que te repita una comida a base de rábanos, ajo y pimientos. Cuando salgo a la calle, recuerdo que, atraídos por la luminosidad de mi sonrisa, se me acercan vendedores de lotería, harekrishnas, mormones, palomas, perros abandonados, moscas heridas, hojas muertas y, finalmente, un mendigo. Le doy un billete de mil y lo abrazo, incrédulo todavía, y, para no dejarme arrastrar por el optimismo que me ha producido la visita al médico, vuelvo a mirar la pantalla líquida del teléfono portátil, a ver si tengo cobertura. Aunque la tengo, llamo igualmente a casa para saber cómo está la niña, interrogo a la canguro y me cuesta creer que no haya ninguna novedad, que mi hija se lo haya comido todo. («¿Todo, todo?», insisto) y que ahora duerma como dicen que duermen los niños. Y, después de colgar, me doy cuenta de que necesito ese lastre de responsabilidad, esa ancla de preocupación para no soltarme del todo, para no ponerme a volar, como si no quisiera admitir que –pese a los nubarrones que, entre dos rascacielos, se aproximan– vale la pena vivir, cantar en la ducha, ayudar a abrir la puerta del ascensor a una mujer que regresa del supermercado cargada de bolsas, olernos los dedos antes y después de, dar conversación a los taxistas, entrar en una tienda y probarnos ropa que no podemos pagar, y escribir, aunque sea en una novela que se muere, aunque sea en una lengua moribunda.

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