Forma de escritos: 1- carta

***
Martina,

preguntas qué busco.
Eso que hurga un cuerpo que agoniza, levantando sus brazos, con sus dedos agitándose en el seno de la noche; eso que hace que unos labios se ocupen con el beso.

Busco respirar en ti. Odio la distancia. Hoy cierro los ojos a todo lo que no eres tú.
Porque la vista nos exige la distancia.
Jamás es posible, con los ojos abiertos, embriagarse mediante acordes de un piano.
Nunca será posible la plegaria a dios con ojos abiertos.
Y en la unión de los cuerpos no es posible mantener abiertos los ojos.

Cerrados están mis ojos. La noche crece en ti.
Ambos buscamos, a tientas, una estrella perdida.
Imposible es contemplarla o retenerla.
-¿Cómo describiré nuestra esperanza ante la muerte?-

Amar es disfrutar de una pérdida segura.

Ignacio

4 comentarios:

Carnets dijo...

Una carta, sencilla, en desamor.

Mi amor, se acabó. Porque mi amor se acabó, sin comas. Lo he intentado todo y tú también, en un absurdo ejercicio de equilibrismo masoquista. Nos escudamos en las buenas acciones, tratando de no herir al otro, pero no dejamos de infringirnos daños, más dolorosos y crueles que el abandono y la indiferencia que tanto tememos y rehuimos. Afortunadamente, aún nos queda el respeto justo para no hacernos sangre, para no pelear por cada posesión, por cada recuerdo. La peor parte de las peleas, amor mío, comienza cuando uno de los contendientes le echa en cara al otro sus flaquezas. Nosotros, todavía, no hemos alcanzado tanta miseria, la necesaria para dejarnos cegar por las posesiones, por la parte tangible de una relación.

Nos hemos querido con ansia, con ganas, hasta saciarnos y, quizá por eso, nos conocemos tanto y nos respetamos. Somos como viejos amantes que contemplan, atónitos y tristes, los últimos rescoldos de la pasión que compartían. Y no sabemos cómo ha sucedido. Hemos puesto tanto espacio entre nosotros que hace meses que, al tocarte, mi cerebro me recuerda el tacto del cuero frío, en vez de tu cálida piel. El recuerdo más vívido que tengo de tus labios lo atesoro junto a una de mis orejas desde hace más de un año y, mi amor, es demasiado tiempo para recordar cómo duelen tus besos.

Pensarás que deliro pero creo que no es tarde y que podemos curar nuestras heridas, pero en otras manos, en las manos de alguien diferente de quien las provocó. Yo, unilateralmente, parto a buscar esas manos desde ahora mismo. Los boleros no mienten, mi amor, y lo nuestro no tiene salida. Por eso abandono y doy por finalizado el contrato que nos unía. Ahora sólo es papel mojado.

Carnets dijo...

Carta de James Joyce.

Nora, ni yo ni Giorgio vamos a ir a Galway.
Voy a renunciar a los asuntos por los que vine y que esperaba quepudieran mejorar mi posición.
He sido sincero en lo que te he dicho de mí. Tú no lo has sidoconmigo. Cuando solía encontrarte en la esquina de Merrion Square y pa-sear contigo y sentir tu mano tocarme en la oscuridad y oír tu voz (¡Oh,Nora! Nunca oiré otra vez esa música, pues nunca volveré a confiar),cuando te encontraba noche por medio tenías una cita frente al Museocon un amigo mío, ibas con él por las mismas calles, siguiendo el canal, pasada la “casa de las escaleras”, a lo largo de la orilla del Dodder. Te quedabas con él: él te rodeaba con su brazo y tú inclinabas tu cara yle besabas. ¿Qué otra cosa hacían juntos?
¡Y a la noche siguiente me encontrabas!
Lo he oído de sus labios hace sólo una hora.
Mis ojos estaban llenos de lágrimas, lágrimas de tristeza y mortificación.
Mi corazón, lleno de amargura y desesperación. Sólo veo tu rostro al inclinarse paraencontrarse con el otro. Oh, Nora, compadécete por lo que ahora estoysufriendo. Lloraré días enteros.
Se ha roto mi fe en el rostro que ama-ba! Oh, Nora, Nora, apiádate de mi pobre desdichado amor.
No puedo llamarte con ningún nombre querido pues anoche supe que el único ser en quien creía no me era fiel.
¿Se ha acabado todo entre nosotros?

Nora, escríbeme, en consideración a mi amor muerto. Los recuerdos me atormentan.

Nora, te amaba: y tú has roto mi fe en ti.Oh, Nora, soy desdichado: Lloro por mi desgraciado amor. Escríbeme.

Carnets dijo...

Excursus:
El más admirado y bello ejemplo de amor a la literatura.

El hombre de la "perpetua orgía".

Flaubert.

GUSTAVE FLAUBERT SEGÚN SUS CARTAS
( Gustave Flaubert d'après ses lettres )
Publicado en Le Gaulois, el 6 de septiembre de 1880

Nadie lleva más lejos que Gustave Flaubert el respeto de su arte y el sentimiento de la dignidad literaria. Una sola pasión, el amor a las letras, ha colmado su vida hasta su último día.
Las ama apasionadamente, de un modo absoluto, sin rival, y este cariño de hombre de genio, que dura más de cuarenta años, no tuvo nunca un desfallecimiento.
Cuando no escribía, leía y tomaba notas.
Ninguna literatura, se podría casi decir ningún escritor, le eran ajenos.
He aquí lo que se encuentra en unas letras dirigidas a unas de sus amigas:

"¿Qué le diría yo, hermosa y encantadora? Estudio historia, teorías médicas y tratados de educación. Después de lo que pasaré a otros ejercicios. Engullo grandes volúmenes y tomo notas. Va a ser así durante dos o tres años; después de los qué me pondré a escribir."

Se lee en otra carta:

"Su amigo ha trabajado este invierno de un modo que ni él mismo comprende. Durante los últimos ocho días, he dormido diez horas. No me sostenía más que a base de café y de agua fría; resumiendo, estaba poseído de una espantosa exaltación. Un poco más, el hombrecillo revienta."

Y en otra:

"... Trabajo mucho. Me baño todos los días, no recibo ninguna visita, no leo ningún periódico, y veo bastante regularmente amanecer (como presentimiento), pues me pongo a mi tarea muy avanzada la noche, las ventanas abiertas, en mangas de camisa, y vociferando, en el silencio del despacho, como un energúmeno."

Pertenece en efecto a la raza de los trabajadores compulsivos.
Durante casi todo el año en su propiedad de Croisset, que adoraba, desde las nueve o diez de la mañana, se ponía a su tarea. Tan pronto acababa de almorzar, sin incluso dar una vuelta en su gran jardín, retomaba su labor, y, toda la noche, los marineros que descendían o remontaban el Sena se servían de lejos, como de un faro, de las cuatro ventanas del "Señor Flaubert".
Necesitaba escribir, para hacer deletrear en las clases a los pequeños niños y enseñar por el corazón a los mayores, esta vida enorme de un gran artista que no vivió más que para su arte, murió por él, hizo callar su corazón, como él dice, reprimiendo todo deseo, anulando incluso toda llama carnal. Despreció el dinero como nadie, desdeñó ganarlo, se encontraba mancillado por las discusiones de interés y, lleno de un desprecio violento por las distracciones mundanas, las francachelas, las alegrías y los placeres, no conoció nunca otra felicidad que la que procedía de los libros.
Experimentaba a veces gran exaltación declamando con sonora voz algún capítulo de los grandes maestros.
Hiciese lo que hiciese, fuese a donde fuese, su espíritu no pensaba en otra cosa que en las letras; las personas, las conversaciones, las actitudes no le servían más que como efectos a describir, y cuando salía de un salón donde la mediocridad de las palabras había durado toda una tarde, estaba hundido, agobiado como si se le hubiesen molido a golpes, convertido él mismo en estúpido, afirmaba, tanta era su facultad para entrar en la piel de los demás.

Sensible al exceso, impresionable, vibrante sin cesar, se comparaba a un quisquilloso que al menor contacto se estremece de dolor; y los grandes choques que recibió procedían seguramente de la bestia humana. Ella fue, por así decirlo, su enemigo personal, la desolación, el suplicio de su vida; y él la persiguió con encarnizamiento como un cazador persigue su presa, alcanzándola hasta el fondo de los más grandes cerebros. Tenía para descubrirla, una sutilidad de sabueso, y su ojo rápido caía encima, aunque ella se ocultase en las columnas de un periódicos o incluso entre las páginas de un hermoso libro.
Llegaba a veces a tal grado de exasperación, que habría querido destruir a la raza entera; y su odio hacia el "burgués" no era más que un odio hacia la bestia.
Tras la enumeración de sus lecturas espantosas, escribía un día: " Y todo esto con el único fin de escupir sobre mis contemporáneos el disgusto que me inspiran. Voy a decir mi manera de pensar, exhalar mi resentimiento, vomitar mi odio, expectorar mi hiel, limpiar mi indignación..."
Pero, si él execraba la estupidez corriente, ¡como admiraba, adoraba la inteligencia! Se enfada con un periódico amigo en el que se le había criticado maliciosamente al Sr. Renan; el solo nombre de Victor Hugo le hacía aflorar lágrimas a los ojos, y este hombre de letras no habría permitido que, ante él, se osara tocar a los hombres de ciencia, a unos sabios fuesen quienes fuesen. Exaltaba a Claude Bernarde, tenía por amigo al Sr. Berthelot.
Toda la elevada moral artística que ha guiado su existencia, la extrapolaba en ocasiones en preceptos familiares para dar consejos a los jóvenes. He aquí algunos fragmentos de cartas dirigidas a un principiante:

"Ahora hablemos de usted. Usted se queja de las mujeres que son "monótonas". Hay un remedio muy sencillo, consiste en no utilizarlas."
"Los acontecimientos no han variado". Esto es una queja realista, y además ¿qué sabe usted? Se trata de mirarlas más de cerca. ¿Ha creído alguna vez en la existencia de estas cosas? ¿acaso no es todo una ilusión? No hay de verdadero más que las relaciones: es decir el modo en el que nosotros percibimos los objetos."
"Los vicios son mezquinos"; pero todo es mezquino.
"No hay bastantes giros de frases "; busque usted y encontrará.
"En fin, mi querido amigo, usted me tiene el aspecto de estar en un buen aprieto, y su disgusto me aflige, pues podría emplear más agradablemente su tiempo. Es necesario, entienda usted, jovencito, que es necesario trabajar más que eso. Llego a suponerlo demasiado díscolo. Demasiadas mujeres, demasiado remo, demasiado ejercicio. Sí, señor, la civilización no ha tenido tanta necesidad de locomoción como pretenden los médicos. Usted ha nacido para hacer versos. ¡Hágalos! Todo lo demás es vano, comenzando por sus placeres y su salud. Métase esto en su cabeza. Además su salud se encontrará bien si sigue su vocación. Esta observación es de una filosofía o más bien de una profunda higiene.
"Usted vive en un encierro, lo sé, y yo lo lamento en el fondo de mi corazón. Pero de cinco de la tarde a las diez de la mañana, todo su tiempo puede ser consagrado a la Musa, la cual es aún la mejor puta. Veamos, mi querido jovenzuelo, vuelva a levantar la nariz. ¿De que sirve recrearse en su tristeza? Hace falta enfrentarse cara a cara consigo mismo y ser fuerte: es el medio de convertirlo. ¡Un poco más de orgullo, caramba! Lo que a usted le faltan son los principios. Quedan por saber cuáles. Para un artista no hay más que uno: sacrificarse totalmente al arte. La vida debe ser considerada por él como un medio, nada más, y la primera persona de la que el debe burlarse, es de él mismo... "

Y, en otra parte:

"Pero, mi pobre hombrecito querido, que yo me compadezca de no tener tiempo de trabajar. ¡Como si un bello verso no fuese cien mil veces más útil a la instrucción del público que todas las serias pamplinas que lo ocupan!" Las ideas simples son difíciles de hacerlas entrar en los cerebros!"

Y aún, en otra carta:

"El Sr. L... me pone en un aprieto. Hacer un juicio sobre el futuro de un hombre me parece algo tan grave que prefiero abstenerme. Por otra parte, preguntar si se le debe escribir no me parece la marca de una vocación violenta. ¿Acaso se pide la opinión de los demás para saber si se ama?... Esperando, que trabaje: eso es todo... "

He aquí un curioso axioma que repetía con frecuencia:

"Los honores deshonran.
"Los títulos degradan.
"La función embrutece."
Y añadía: "Escriba esto sobre las paredes."

Había situado su espíritu tan alto que ninguna preocupación básica podía afectarle. El arte era la única conversación que le interesaba; y no se podía incluso demasiado hablar de otra cosa con él.
Fue y seguirá siendo el primer estilista de nuestro siglo. Trabajador feroz, cincelador obstinado. Pasaba algunas veces ocho horas para quitar de una frase un verbo que le molestaba.
Creía en la armonía fatal de las palabras, y cuando una expresión, que le parecía sin embargo indispensable, no sonaba a su gusto, buscaba otra enseguida, seguro de que no tenía la auténtica, la única. El estilo para él no consistía en una cierta elegancia predeterminada de construcción, sino en la precisión absoluta de la palabra y en la perfecta concordancia del giro con la idea a expresar; de ahí estas diferencias capitales del estilo tan preciso y tan breve de L'Education sentimentale al periodo tan magnífico de la Tentation de saint-Antoine.
Una frase que escribió a un amigo sobre Balzac es interesante respecto a este punto de vista:

"Ese gran hombre no era ni un poeta ni un escritor, lo que no le impedía ser un muy gran hombre. Lo admiro ahora mucho menos que antaño, estando más y más hambriento de perfección. Pero tal vez sea yo quien se equivoque."

Esta idea aproximada de su vida permite sin embargo inferir una moralidad.
Cuando un artista se pone a su obra, tiene siempre una ambición secreta ajena al arte. La gloria que se persigue de entrada, la gloria radiante, que a uno gusta viviendo en una apoteosis, hace girar las cabezas, batir palmas, y cautiva los corazones de las mujeres. ¡Gustar a las mujeres! He aquí también el deseo furioso de casi todos. Poder, por todo el poderío del genio, estar en París como el sultán de un inmenso harén; Coger a derecha, coger a izquierda, en los salones del mundo o en los palcos de los teatros, esos frutos de carne viva de la estamos hambrientos sin cesar. No conocer obstáculo alguno; y cuando un lacayo emite ante uno su nombre con voz rotunda, buscar aquella que elegir entre todas esas encantadoras criaturas cuyos brillantes ojos se han fijado en uno.
Por otra parte se persigue el dinero, bien por él mismo, bien para las satisfacciones que él procura: el lujo de la existencia y las delicadezas de la mesa.
Gustave Flaubert amó las letras de un modo tan absoluto que, en su alma henchida por este amor, ninguna otra ambición ha podido encontrar lugar.
Viviendo casi siempre solo, en el campo, no viendo en París más que a sus amigos más íntimos, nunca ha buscado, como muchos, esos triunfos mundanos o la popularidad vulgar. Jamás asistió a los banquetes literarios o políticos, no asoció su nombre a ningún grupo, a ningún partido; nunca se inclinó ante los mediocres o los imbéciles para obtener prebendas.
Su fotografía no estaba a la venta; no se mostraba en los estrenos, ni en los lugares frecuentados por la alta sociedad; parecía ocultar su persona con una especie de pudor. "Yo doy mis libros al público, decía; lo menos es que guarde mi aspecto."
De una naturaleza tierna, casi sentimental, se había sin embargo apartado del amor. Algunas mujeres fueron sus amigas abnegadas; otras, sin duda, fueron sus amantes; pero él había dado su corazón a la literatura, y nunca lo recobró.
No vivió más que para el arte, usando su vida en este cariño inmoderado, exaltado, pasando noches febriles como los amantes solitarios, elevando los brazos, dando gritos, temblando de ardor sagrado, y acabó por caer, un día, fulminado por el trabajo, como todos los grandes apasionados acaban muriendo por su vicio.

6 de septiembre de 1880

Traducción de José M. Ramos González parahttp://www.iesxunqueira1.com/

Carnets dijo...

De Kafka:
Querido padre:
"Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo.
Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el
miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo
entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos
en el curso de una conversación. Y, aunque intente ahora contestarte
por escrito, mi respuesta será, no obstante, muy incomprensible, porque
también al escribir el miedo y sus consecuencias me inhiben ante
ti, y porque la magnitud del tema excede mi memoria y mi entendimiento.

"Para ti, el asunto fue siempre muy sencillo, por la menos por lo
que hablabas al respecto en mi presencia y también, sin discriminación,
en la de muchos otros. Creías que era, más o menos, así: durante tu
vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo a tus hijos, en especial
a mí. Por lo tanto, yo he vivido cómodamente, he tenido absoluta
libertad para estudiar lo que se me dio la gana, no he tenido que preocuparme
por el sustento, por nada, por lo tanto, y en cambio de eso, tú
no pedías gratitud (tú conoces como agradecen los hijos) pero esperabas
por lo menos algún acercamiento, alguna señal de simpatía; por el
contrario, yo siempre me he apartado de ti, metido en mi cuarto, con
mis libros, con amigos insensatos, con mis ideas descabelladas; jamás
hablé francamente contigo, en el templo jamás me acerqué a ti, en
Franzenbad no fui jamás a visitarte, tampoco he conocido el sentimiento
de familia, ni me ocupé del negocio ni de tus otros asuntos, te
endosé la fábrica y te abandoné luego, apoyé a Ottla en su terquedad, y
mientras que por ti no muevo ni un dedo (si siquiera te traigo una entrada
para el teatro), no hay cosa que no haga por mis amigos. Si haces
un resumen de tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas nada que
sea en realidad indecente o perverso (excepto, tal vez, mi reciente
proyecto de matrimonio), sino mi frialdad, mi alejamiento, mi ingratitud.
Y me lo echas en cara como si fuese culpa mía, como si mediante
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un golpe de timón hubiese podido, dar a todo esto un curso distinto, en
tanto tú no tienes la menor culpa, salvo tal vez la de haber sido excesivamente
bueno conmigo.
"Esta consabida interpretación tuya me parece correcta sólo en lo
que se refiere a tu falta de culpa en cuanto a nuestro distanciamiento.
Pero también estoy yo igualmente exento de culpa. Si pudiera conseguir
que reconocieras esto, entonces sería posible, no digo una vida
nueva -para ello los dos somos ya demasiados viejos-, pero sí una
especie de paz, no un cese, pero sí un atenuamiento de tus incesantes
reproches.
"Es extraño, pero tú tienes un presentimiento de lo que quiero decirte.
Así por ejemplo, me dijiste hace poco: "Yo siempre te he querido,
aunque no como ellos". Ahora bien, padre: yo en verdad nunca
dudé de tu bondad para conmigo pero no me parece que tu observación
sea exacta. Tú no sabes fingir, eso es cierto, pero si pretendes, sólo por
esa razón, afirmar que los otros padres fingen, se trata, o bien de simple
terquedad, imposible de discutir, o bien de una expresión encubierta
de que hay algo que no anda bien entre nosotros, y que tú
contribuyes a causar, aunque sin culpa. Si realmente es ésa tu opinión,
estamos de acuerdo.
No digo, por supuesto, que he llegado a ser lo que soy sólo por tu
influencia. Eso sería muy exagerado (y bien que me siento atraído
hacia tal exageración) . Es muy posible que, aun si hubiese estado
totalmente libre de tu influencia durante mi desarrollo, no hubiera
podido llegar a ser tampoco la clase de persona que tú quieres. Hubiera
sido, probablemente, un hombre endeble, temeroso, vacilante e inquieto:
ni un Robert Kafka, ni un Karl Hermann, pero, con todo, distinto
de como soy en la actualidad, y hubiéramos podido entendernos
perfectamente. Yo hubiese sido feliz teniéndote corno amigo, corno
jefe, tío o abuelo, y hasta (aunque en esto ya vacilo) como suegro. Pero
precisamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, tanto más
cuanto que mis hermanos murieron siendo niños aún, y las hermanas
llegaron sólo mucho más tarde, de manera que yo tuve que soportar
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completamente solo el primer choque, y para eso era débil, demasiado
débil.
"Compáranos a los dos: yo, para decirlo buenamente, un Löwy
con cierto fondo de los Kafka, a quien sin embargo no impulsa esa
voluntad de vivir, de comerciar y de conquistar típica de los Kafka,
sino un aguijón de los Löwy, que actúa en otra dirección, más secreto,
más tímido, y que con frecuencia cesa por completo. Tú, en cambio, un
verdadero Kafka en cuanto a fuerza, salud, apetito, volumen de voz,
cualidades oratorias, autosatisfacción, superioridad humana, perseverancia,
presencia de ánimo, conocimiento de los hombres y cierta amplitud
de miras, claro que también con los defectos y debilidades
correspondientes a tales excelencias, y a los cuales te impulsan tu temperamento
y tu mal genio, a veces. Quizá no eres del todo un Kafka en
tu concepción general del mundo, si se te compara con los tíos Philipp,
Ludwig y Heinrich. Esto es extraño, y no lo comprendo con suficiente
claridad. Ellos eran más alegres, más espontáneos, más desenvueltos,
menos severos que tú. (En esto, digámoslo al pasar, he heredado mucho
de ti y he administrado demasiado bien esta herencia, sin tener en
cambio, en mi ser, los contrapesos necesarios, tal como tú los tienes).
Pero también tú, en ese sentido, has atravesado períodos diversos;
estuviste tal vez más contento antes de que tus hijos, y yo especialmente,
te decepcionaran y te afligieran en el hogar (ya que, cuando
venían extraños, eras distinto) y puede ser que ahora estés otra vez más
contento, ya que vuelves a recibir de los nietos y del yerno algo de
aquel calor que los hijos, con excepción tal vez de Valli, no pudieron
darte. De cualquier manera, éramos tan distintos y tan peligrosos el uno
para el otro en esa diferencia, que sí hubiese calculado de antemano la
relación que surgiría entre nosotros, yo, el niño que se desarrollaba
lentamente, y tú, el hombre hecho, hubiera sido posible presumir que
tú simplemente me aplastarías bajo tus pies, que nada quedaría de mí.
Esto no sucedió por cierto (no puede calcularse lo que vive) pero
quizá haya sucedido algo peor todavía. Y al referirme a esto, te ruego
una vez más no olvides que nunca, ni remotamente, creí en culpa alguna
de tu parte. Tu influjo sobre mí era tal como debía ser, sólo que
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debes dejar de considerar como una especial maldad de mi parte el
hecho de haber sucumbido a él.
"Yo era un niño tímido, pero seguramente también terco, como
deben ser los niños; sin duda mi madre me mimaba también, pero no
puedo creer que fuera tan difícil tratarme que una palabra cariñosa, un
silencioso asirme de la mano, una mirada dulce no hubieran podido
obtener de mí lo que quisieran. En el fondo, eres un hombre bueno y
afable (esto no está en contradicción con lo que sigue, ya que solamente
hablo de la apariencia con que influías sobre mí, cuando era
niño), pero no todos los niños tienen la perseverancia y la intrepidez
suficientes como para buscar mucho tiempo hasta llegar a la bondad.
Tú sólo puedes tratar a un niño de la misma manera con que estás hecho,
con fuerza, ruido e iracundia, y esto te parecía además muy adecuado
para el caso, porque querías hacer de mí un muchacho fuerte y
valeroso.
"Por cierto, no puedo describir ahora concretamente tus recursos
educativos de los primeros años, pero bien puedo imaginármelos infiriéndolos
de los años siguientes y de tu manera de tratar a Félix. Y
debe considerarse que todo se acentuaba en aquel entonces, porque
eras más joven, y en consecuencia más espontáneo, más fogoso, más
primitivo, más despreocupado que hoy y que, además, te hallabas por
completo absorbido por el negocio; que yo te veía apenas una vez en el
día, y por lo tanto, la impresión que me causabas era más honda aún, y
nunca llegó a disminuir con la costumbre.
"Sólo recuerdo con claridad un suceso de los primeros años. Quizá
tú también lo recuerdes. Una noche, yo, lloraba sin cesar pidiendo
que me trajeran agua, no sin duda porque tuviera sed sino probablemente
en parte para fastidiar y en parte para entretenerme. Como algunas
amenazas violentas no habían producido efecto, me sacaste de la
cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato, en camisa, solo
ante la puerta cerrada. No pretenderé decir que eso estaba mal, puede
ser que en ese momento no hubiese otra forma de conseguir el el descanso
nocturno, pero quiero caracterizar con ello tus métodos educativos
y su efecto sobre mí. Sin duda, esa vez fui obediente, pero había
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sufrido un daño interior. Nunca pude establecer, de acuerdo con mi
naturaleza, la relación correcta entre lo lógico, para mí, de aquel absurdo
pedir agua con lo extraordinariamente terrible de verme llevado
afuera. Todavía años más tarde me perseguía la visión aterradora de
ese hombre gigantesco, mi padre, esa última instancia, que podía, casi
sin motivo, venir de noche a sacarme de la cama y llevarme al balcón,
a tal punto yo no era nada para él.
"Aquello fue entonces solamente un breve comienzo, pero esa
sensación de nulidad que con frecuencia me domina (en otro sentido,
sin duda, también una sensación noble y fértil) , se debe en gran parte a
tu influencia. Me hubiese sido necesario un poco de estímulo, un poco
de cordialidad que me allanara ligeramente el camino; en cambio, tú
me cerrabas el paso, indudablemente con la buena intención de desviarme
hacia otro. Pero yo no servía para eso. Tú, por ejemplo, me
alentabas cuando hacía bien el saludo militar, el paso de marcha, pero
yo no era un futuro soldado, o me estimulabas cuando podía comer
mucho y aún tomar cerveza, o cuando lograba repetir canciones incomprensibles
o repetir tus frases usuales, pero nada de eso pertenecía
a mi porvenir. Y resulta demostrativo que aún hoy sólo me estimes en
algo cuando te cabe participar en la emoción, cuando hiero tu egocentrismo
(por ejemplo, con mi intención de casarme) o cuando alguien
hiere en mí tu egocentrismo, (por ejemplo, cuando Pepa me insulta).
Entonces se me anima, se me recuerda mi valer, se me señalan los
partidos a que tengo derecho, y se condena a Pepa definitivamente.
Pero, aparte de ser a mi edad ya casi insensible a los estímulos, ¿de qué
me sirven si sólo aparecen allí donde ya no se trata en primer lugar de
mí?
"En aquel entonces, y sólo en aquel entonces, me hubiera sido necesario
el estímulo. Si tu sola presencia física ya me aplastaba...
Recuerdo, por ejemplo, cuando nos desvestíamos juntos en una
casilla. Yo flaco, débil, enjuto; tú, fuerte, grande, ancho. Ya en la casilla
me sentía miserable, y no sólo frente a ti, sino ante el mundo entero,
porque tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero después salíamos
de la Casilla e íbamos entre la gente, yo tomado de tu mano, un
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esqueleto pequeño, vacilante, descalzo sobre las tablas, temeroso del
agua, incapaz de imitar tus movimientos para nadar que, con la mejor
intención, pero en realidad para mi vergüenza profunda, tú repetías
constantemente para enseñarme. Yo me sentía entonces completamente
desesperado, y todas mis experiencias desalentadoras en otros terrenos
coincidían a la perfección en ese momento. Me sentía mejor cuando te
desvestías primero y me quedaba solo en la casilla, postergando la
vergüenza de la presentación en público hasta que, finalmente, venías a
buscarme y me sacabas de allí. Yo te estaba agradecido porque no
parecías advertir mi angustia y también estaba orgulloso por el cuerpo
de mi padre. Por lo demás, esta diferencia subsiste todavía hoy entre
nosotros.
"A ella correspondía, además, tu supremacía espiritual. Tú habías
llegado tan alto mediante tu propio esfuerzo que por eso tenías una
ilimitada confianza en tu parecer. Esto fue para mí, como niño, aun
menos deslumbrante de lo que fue más tarde para el adolescente, para
el hombre en formación. Desde tu sillón gobernabas el mundo. Tu
opinión era la correcta, y cualquier otra, absurda, exagerada, insensata,
anormal. Tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas
siquiera ser consecuente para que no dejaras, sin embargo de tener
razón. Podía suceder también que acerca de un asunto no tuvieras opinión
alguna, pero entonces todas las opiniones que fueran posibles con
respecto a ese asunto tenían que ser falsas sin excepción. Podrías, por
ejemplo, despotricar contra los checos, después contra los judíos, y
esto en cualquier sentido, sin discriminación alguna, y al fin no se
salvaba nadie, excepto tú. Asumías ante mí el enigma de los tiranos,
cuyo, derecho se funda, en su persona y no en la razón. Por lo menos,
así me parecía.
"Ahora bien, con asombrosa frecuencia tenías razón de hecho
contra mí. En la conversación, esto se sobreentendía, pues casi nunca
se hacía posible el diálogo entre nosotros, pero también la tenías en la
realidad.

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