29 de marzo.
Arranques (1):
***
Descarnado espejo.
De frente está un rostro. Un rostro que sonríe y morirá. El rostro se prolonga en un cuerpo que tiembla. El cuerpo sale de una antigua casa. Anda por calles. Va al terminal de buses de la ciudad. Una ciudad que no es suya (claro, ¿acaso alguna llegó a serlo?). Avanza en una lenta fila. Compra un boleto hacia la costa. Entra en el bus. Ochenta y dos minutos junto a la ventana sin decir una palabra a nadie. Ochenta veces hecho su minuto de silencio. Ver los parajes pasar. Luego desciende entre gente. Oye la respiración de otros. Baja los párpados, cierra unos segundos los ojos. Recorre un camino de tierra. Solitario. Hasta inspirar el aire marino y observar de lejos el mar. Resiente el viento frío y la arena en el rostro. Sabe algo de sal en los labios. Se detiene a saludar al cielo, ante una tarde enorme de arreboles carmesíes. El cielo está preñado de futuras lluvias. Las nubes y su pelo parecieran sacudirse por el mismo aire. Hay sonidos de olas, de gaviotas, de pasos, de la arena que vuela, cayendo sobre arena. Él proseguirá su rumbo hasta internarse al fondo en la bahía. Vuelta hacia la playa de su infancia. Tendrá su sacrificio.
Andará en la arena, entre las grandes rocas, y dejará su rastro que borrará después el viento. La arena lisa lo ha dejado hacer, tal como si hace días lo hubiera esperado a él, tal como una espalda de amante lo esperara hace unos días. Ha habido amantes. Todo ese amor lo abandonó.
Penetrará en la playa. Se sentará en su viejo mirador, sobre una roca húmeda. Observará las olas, los choques y fusiones entre ellas, el agua y los restos de algas, las lenguas del mar y la espuma. Hasta sentir el agua en sus poros. Hasta cubrirse lentamente por el agua. Contemplando, entre lágrimas, el sol y el crepúsculo. El sol que se oculta a su horizonte. El sol del que se quiere despedir. Todo hasta que suene un golpe seco… Chillidos de gaviotas. Agua en movimiento, reimpulsada de su fuente, con algas deslizándose en la orilla. Tras eso, el mar recogerá sus aguas, sus fuerzas, su vida. El mar acunará el cadáver.
***
Está en la altura. Sobre la roca. Totalmente mojado. Está temblando. El mar repercute fuerte en sus oídos. Justo cuando piensa que la inminente es la última ola, siente un impulso ciego, fiero, irracional, dulcemente espontáneo.
No hay vuelta atrás. También para aquél al que describo. Lo imagino en su último momento.
Descarnado espejo.
De frente está un rostro. Un rostro que sonríe y morirá. El rostro se prolonga en un cuerpo que tiembla. El cuerpo sale de una antigua casa. Anda por calles. Va al terminal de buses de la ciudad. Una ciudad que no es suya (claro, ¿acaso alguna llegó a serlo?). Avanza en una lenta fila. Compra un boleto hacia la costa. Entra en el bus. Ochenta y dos minutos junto a la ventana sin decir una palabra a nadie. Ochenta veces hecho su minuto de silencio. Ver los parajes pasar. Luego desciende entre gente. Oye la respiración de otros. Baja los párpados, cierra unos segundos los ojos. Recorre un camino de tierra. Solitario. Hasta inspirar el aire marino y observar de lejos el mar. Resiente el viento frío y la arena en el rostro. Sabe algo de sal en los labios. Se detiene a saludar al cielo, ante una tarde enorme de arreboles carmesíes. El cielo está preñado de futuras lluvias. Las nubes y su pelo parecieran sacudirse por el mismo aire. Hay sonidos de olas, de gaviotas, de pasos, de la arena que vuela, cayendo sobre arena. Él proseguirá su rumbo hasta internarse al fondo en la bahía. Vuelta hacia la playa de su infancia. Tendrá su sacrificio.
Andará en la arena, entre las grandes rocas, y dejará su rastro que borrará después el viento. La arena lisa lo ha dejado hacer, tal como si hace días lo hubiera esperado a él, tal como una espalda de amante lo esperara hace unos días. Ha habido amantes. Todo ese amor lo abandonó.
Penetrará en la playa. Se sentará en su viejo mirador, sobre una roca húmeda. Observará las olas, los choques y fusiones entre ellas, el agua y los restos de algas, las lenguas del mar y la espuma. Hasta sentir el agua en sus poros. Hasta cubrirse lentamente por el agua. Contemplando, entre lágrimas, el sol y el crepúsculo. El sol que se oculta a su horizonte. El sol del que se quiere despedir. Todo hasta que suene un golpe seco… Chillidos de gaviotas. Agua en movimiento, reimpulsada de su fuente, con algas deslizándose en la orilla. Tras eso, el mar recogerá sus aguas, sus fuerzas, su vida. El mar acunará el cadáver.
***
Está en la altura. Sobre la roca. Totalmente mojado. Está temblando. El mar repercute fuerte en sus oídos. Justo cuando piensa que la inminente es la última ola, siente un impulso ciego, fiero, irracional, dulcemente espontáneo.
No hay vuelta atrás. También para aquél al que describo. Lo imagino en su último momento.
¿Qué es lo que lo incita a volverse cuando ya no hay sino un fin, ése al que ha llevado su memoria? ¿Qué es lo que recuerda en el instante en el cual se ha impedido gritar su despedida? ¿Acaso ese recuerdo es la final inhibición o es su canto de cisne?
Esas son mis preguntas, torpes interrogantes que soy. He vivido para hacer esas preguntas esta noche. Con el fin de clamarlas en busca del dios mudo. Solo, bajo un cielo extranjero.
Todo esto lo he escrito en un cuaderno abandonado, la noche antes de encarnar el sacrificio.
Esas son mis preguntas, torpes interrogantes que soy. He vivido para hacer esas preguntas esta noche. Con el fin de clamarlas en busca del dios mudo. Solo, bajo un cielo extranjero.
Todo esto lo he escrito en un cuaderno abandonado, la noche antes de encarnar el sacrificio.
9 comentarios:
NIETZSCHE:
(…) se deja el hombre mentir, todas las noches de su vida, en el sueño, sin que nunca trate de evitarlo su sentido moral; mientras que ha de haber hombres que, por una voluntad vigorosa, han dejado de roncar.
¡Qué sabe el hombre realmente de sí mismo!
¿Y podría percibirse una vez íntegramente tal cual es, como expuesto en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, aun acerca de su cuerpo, para retenerlo fuera de los repliegues de sus entrañas, del rápido torrente de su sangre, de las trepidaciones complejas de sus fibras, encerrado en una conciencia orgullosa y quimérica?
La naturaleza arrojó la llave: y desdichada la curiosidad fatal que quisiera atisbar por el ojo de la cerradura bien lejos fuera de la cámara de la conciencia, y bajo ella, y presintiera, entonces, que es sobre lo despiadado, lo ávido, insaciable y asesino, que reposa el hombre en la indiferencia de su no saber y como pendiendo de sueños sobre la espalda de un tigre. ¡Dónde hallar, entonces, en esta constelación, el instinto de verdad!
Leo un poema de Gonzalo Rojas:
El poeta maldice a su cadáver
Fuiste la libertad de salvarte o perderte.
Viste el mundo sin ver lo que era el mundo.
¿Por qué fué deformada en tus pupilas
la luz fundamental? ¿Perdiste la razón
antes de resolverse la raíz de tu origen?
Maldita sea tu naturaleza
que sopló por tu boca la hermosura
de la imaginación. Maldita sea
la belleza que hablaba por tu boca.
Maldito el yacimiento de todas tus palabras.
¿Por qué estás disfrazado bajo el vidrio,
como un libro sellado para siempre,
letra inútil, fatídica escritura?
¿Por qué tras de tus ojos ya no está el fuego eterno,
máscara del gusano?
Esta es tu boca. -¿Dónde están tus besos?
Esta es tu lengua. -¿Dónde tu palabra?
Estas, tus piernas. -¿Dónde están tus pasos?
Este tu pelo. -¿Dónde tu lujuria?
Este, tu cuerpo. ¿Dónde tu persona?
Estas, tus manos. -¿Dónde está tu fuerza?
Todo esto fuiste tú. -¿Dónde estás tú?
Dime: ¿dónde hubo un hombre?
Ya no puedes llorar como los árboles
cuando el viento trastorna sus sentidos.
Ya no eres animal, ni adivino del mundo.
Te estás secando poco a poco. Estás
quemando tus acciones, hasta ser
polvo del torbellino.
Valdivia
Joven se suicida arrojándose al mar desde el Fuerte Niebla
Bomberos y la Armada desplegaron operativos de emergencia para llegar al lugar y rescatar el cuerpo.
VALDIVIA, enero 08.- Un gran operativo se desplegó en las inmediaciones del fuerte Niebla en la zona costera de Valdivia, luego que a eso de las 13:00 horas un joven de 20 se lanzara al mar desde una altura de 40 metros.
De acuerdo a Radio Bío Bío, voluntarios del cuerpo de Bomberos de la capital de la Región de Los Ríos especializados en rescate de altura, así como efectivos de la Armada se trasladaron al lugar para recuperar el cuerpo de Agustín Ignacio Moreno Gaete.
Aparentemente, problemas amorosos habrían gatillado la decisión del joven, quien antes de lanzarse al vacío, llamó a sus padres para darles a conocer su determinación.
La fiscal que tomó el caso ordenó que el cuerpo sea derivado hasta el Servicio Médico Legal de Valdivia para ser periciado.
El fuerte desde donde cayó la víctima, se encuentra aledaño al mar junto a unos roqueríos.
Carta encontrada por la policía en uno de los bolsillos de Pedro Quijano, cuyo cadáver - bastante estropeado - fue devuelto por el mar, ayer, a las cinco de la tarde, en la Herradura.
Señor Comisario (u oficial):
Cuando la policía encuentre mi cadáver pensará inmediatamente que se trata de un crimen, y hasta es posible que -celosa cumplidora de su deber- detenga rápidamente a tres o cuatro culpables. Pero luego buscarán en mis bolsillos y encontrarán esta carta. Entonces se sabrá que es un caso de suicidio y la policía se hará una nueva inteligente pregunta: "¿Quién es el culpable?". Pues bien, Señor Comisario, esta carta tiene por objeto eso precisamente: aclarar todas las preguntas que puedan hacerse ustedes en la Comisaría.
Esto es un suicidio, sí, porque me quito la vida con mi propia mano. Pero en el fondo de las cosas no es más que otro repugnante crimen, otro vulgar asesinato de la sociedad. Yo no me mato. Me obligan a matarme las circunstancias en que se ha ido desarrollando mi vida. ¿Quiere usted un culpable? ¡Pues cúlpese a todo el mundo de mi muerte! Cúlpese a la vida, en primer lugar; a la vida imbécil, canalla y miserable de los hombres corrientes como yo. Cúlpese también a las mil circunstancias que me hicieron conocer a la señorita Luzmila Gorlán, domiciliada en la Avenida Arequipa y actualmente en viaje por el sur en compañía de una agente de seguros que en los hoteles aparece como su esposo, pero que no lo es.
Si nota usted mi letra un poco retorcida no lo atribuya a mi estado de nervios sino a que este condenado bote se mueve terriblemente, y como escribo con lapicero de bolita y la bolita se ha atracado, cada vez que agito con violencia el brazo para que corra la tinta, el bote me quita el cuerpo y siento como si en el estómago se me estuviera derrumbando un edificio de ocho pisos.
Soy un hombre de cierta imaginación, pero nunca pude suponer que el mareo fuera una cosa tan notable. En el espejito de mi billetera observo que los ojos se han puesto verdes, la cara amarilla, las orejas transparentes y los labios de un tono amoratado que es completamente nuevo para mí. Siento el estómago en la nuca y el corazón en un lugar incalificable. Me aterra la idea de morir de un mareo antes de poder dispararme un balazo en la sien y paso en estos momentos por las angustias de reposar cinco minutos entre párrafo y párrafo para poder llegar al final de esta carta.
Yo hubiera escrito esta carta en mi domicilio, Señor Comisario. Vivo, o mejor dicho, vivía solo, y me habría sido fácil encerrarme en mi cuarto para ordenar mis pensamientos. Pero debajo de mi habitación hay una fábrica de bebidas gaseosas dotada de una máquina infernal que cuando tapa una botella pega tal zapatazo que remece hasta la última viga de mi cuarto y hace imposible todo tipo de tranquilidad espiritual. Últimamente esta máquina extraordinaria batió un record y tapó dieciséis mil botellas en un solo día, precisamente cuando yo estaba en cama, reponiéndome de un ataque de meningitis aguda. Cuando esa maravilla mecánica llegó a la botella número dieciséis mil, mi cuarto había quedado reducido a escombros. En las paredes, cuarteadas, no sobrevivía un solo cuadro. Mi jarrón chino resistió heroicamente casi nueve docenas de zapatazos pero al fin cayó vencido y se hizo trizas en el suelo, rodando sus trozos junto a los restos de lo que habían sido espejos, cuadros, vidrios y otras cosas frágiles que yo tenía conmigo. Después de las dos o tres mil botellas empezaron a ceder las vigas del techo y a desplazarse peligrosamente las maderas del piso. A las ocho y media de la noche me encontró la policía en pijama y fumando pipa, sentado en las escaleras del Estadio Nacional. Pero esto no tiene nada que ver con mi suicidio, Señor Comisario. Entro en detalles para explicarle por qué estoy, en estos momentos a mil metros de la playa, sentado en un bote y escribiendo esta carta antes de pegarme un tiro.
En el bolsillo derecho de mi pantalón encontrará usted una dentadura postiza, completa. Se trata de un extraordinario trabajo ejecutado por el doctor Molar que es, como usted debe saberlo, uno de los mejores odontólogos de Lima, y que además ofrece la facilidad de que uno le paga por partes. No desprecie usted esa dentadura, Señor Comisario, y antes bien, siéntese frente a ella. Contémplela detenidamente y piense, mientras lee esta carta, cómo la vida es tan imbécil que una simple dentadura postiza, de la cual solo he pagado la parte de abajo, puede llevar a un hombre al suicidio.
La cosa empezó una noche en que, al morder una butifarra en casa de las Perales, sentí el característico sonido de un cuerpo duro al dar contra el suelo... Me incliné curioso en su busca, y cuál no sería mi sorpresa al darme con un diente de mi propiedad entre las manos. Discretamente pasé revista con la lengua a todas mis piezas dentales, y descubrí la deserción en el lugar que correspondía al primer canino superior izquierdo.
Me quedé perplejo. Un diente salta cuando hay puñetazos o dentistas de por medio. Pero salirse así porque así, como quien se aburre, como quien decide buscar nuevos horizontes, no es cosa que pueda suponerse ni mucho menos aceptarse en un diente. Así, pues, preocupado con el problema y guardándome el diente en un bolsillo, dí una excusa cualquiera a las dueñas de casa y me retiré a la mía. Quería estar a solas con mi diente.
Pero apenas me encontré en la calle ocurrió un hecho digno de anotarse. Hacía mucho frío y no tardé en lanzar un poderoso estornudo sobre la soledad de la vereda, cuando sentí algo así como un tintinear de monedas rodando por el suelo. Entrecerré los ojos, tratando de averiguar la razón del ruido, pero la oscuridad de la calle no me lo permitió. Revisé atentamente mis bolsillos, pensando que tal vez un hueco hubiera permitido la fuga de mi escaso capital cuando, como una luz pequeñísima, se me fue introduciendo en el cerebro una idea horrible:
-¡¡¡MIS DIENTES!!!
Sí. Aquel estornudo me había sacado de raíz nueve piezas delanteras, dejándose la boca a la miseria. No tengo espíritu de coleccionista. Sin embargo, fósforo en mano me dí a la tarea de recapturar mis piezas perdidas, sin saber exactamente con qué objeto, ya que sabía imposible todo intento de restituirlas a su lugar primitivo. A la una de la madrugada solo me faltaban dos. En eso se acercó un policía.
-¿Qué busca?- me preguntó, sorprendido de encontrarme a gatas y con un fósforo encendido en la mano.
-Este... nada... se me cayó un... un anillo... eso es... no importa...
El policía sacó una pequeña linterna.
-A ver si con un poco de luz lo encuentra- ofreció, solícito, paseando el haz por la zona afectada. Dejó él mismo vagar con sus ojos expertos sobre el terreno. De pronto se detuvo. Recogió algo del suelo y lo miró curiosamente en la mano, dedicándole toda la luz de la linterna.
-¿Lo encontró?- preguntó ávidamente
-No -dijo- son dos dientes de perro... me los llevo porque traen suerte...
Al día siguiente fui en busca de un odontólogo. Conocía a Molar desde que era dentista. Esto es, antes que viajara a los Estados Unidos. Cuando un dentista viaja a los Estados Unidos, al regresar ya no es dentista sino odontólogo. Yo no sé de esto, pero debe tratarse de algún título que dan allá por estudios especiales. Fui a verlo y me hizo un examen total y detenido.
-Ya está, compadre. Lo que tú tienes es una falta absoluta de calcio. Tu dentadura está casi en el aire. Es decir, no puede agarrarse fuertemente a la mandíbula por falta de... ¿Cómo puedo decirte?... de soldadura. Se te irán cayendo uno tras otro - sentenció.
-Bueno, ¿Y qué puedo hacer con mi dentadura?
-Puedes hacerte un collar, si eso te entretiene, porque antes de dos semanas no tendrás una sola pieza... -hizo una pausa- ¿Sabes? Te las voy a sacar todas y te hago una dentadura perfecta... ¡Ya verás!
¡Qué maravilla es la Odontología! Tres días más tarde Molar me había dejado la boca como nueva. Parecía increíble tanta perfección. Me miraba en un espejo y me parecía mentira que unos días antes hubiera sufrido tan atrozmente mi desgracia. Sonreí una y mil veces. Mastiqué cosas imaginarias en el aire y hasta llegué a pensar que esta dentadura postiza superaba en mucho a la legítima que acababa de morder.
Esa noche, me presentaron a la señorita Luzmila Gorlán.
Apenas me vio depositó sus hermosos ojos negros en mi boca y no pudo menos que exclamar:
-¡Dios mío, que dientes tan maravillosos tiene usted!
Tuve ganas de contestarle: "¿Le gustan? ¡Tómelos... son suyos?", pero me contuve a tiempo y me limité a sonreír abiertamente, acentuando la buena impresión que mis excelentes piezas habían hecho en la muchacha.
El hombre se enamora de la primera mujer que le dice algo agradable, que hiera profundamente su vanidad. Yo soy hombre y no había por qué pensar en excepciones. Me enamoré de Luzmila como un loco. Soñaba con ella, le escribía versos, le mandaba flores con el pretexto más tonto y, como sabía que eran mis dientes la causa de su admiración por mí, consulté con varios dentistas, leí folletos y compré docenas de productos destinados a mantener limpia la dentadura, y a procurarle un brillo deslumbrante.
Cada vez que se producía un nuevo descubrimiento en Odontología, yo visitaba a Molar para que me lo aplicara de inmediato. Quería estar, permítame el término, Señor Comisario, a la última moda del diente. Y lo conseguía. Así, en ocho meses, cambié catorce dentaduras. Desde las de mármol de Carrara hasta las de cristal marfileño de Edilcott. Puedo decir con cierto orgullo que llamaremos póstumo, que por mi boca desfilaron uno por uno los pasos de la ciencia bucal.
Mientras tanto el amor de Luzmila por mí, mejor dicho, por mi dentadura, iba en aumento. A veces, cuando yo quería besarla ella hacía un mohín de disgusto y coquetamente me decía:
-¡Ay, que no te de la luz en los dientes porque me encandilas!
Y yo vivía feliz, pensando en que nuevas sorpresas habría de depararme el mañana bucal de la ciencia o el folleto científico que nunca faltan en mi departamento. Un día, al saludar a un vecino me di cuenta de que insensiblemente, la actitud narcisista que yo empleaba con Luzmila se había extendido a todo mi trato con las gentes. A todos sonreía con exageración, buscando el elogio de mis dientes perfectos, y no desperdiciaba ocasión de abrir la boca para dejar que cayera sobre ellos el rayo de sol o el reflejo de la luna. Empezaba a gustar del elogio ajeno. Cada lisonja me llenaba de satisfacción y me hacía redoblar en las noches el ya exagerado trato de limpieza y pulimiento que daba a mis dentaduras.
Porque, debo confesarlo, yo tenía simultáneamente varias dentaduras, que procuraba ajustar a la índole de los lugares donde mi presencia era necesaria. Para ir a Misa usaba un juego de marfil que iba muy bien con la severidad del lugar. En las carreras podían verme mis amigos luciendo una coralina de leves tonos rosados. Y cuando algún desconocido pasaba a mejor vida, allí estaba yo, mostrando filosóficas sonrisas en el teclado de treinta y dos piezas perfectas de mármol de Carrara. Puedo decir con satisfacción que yo cambiaba de dientes como de camisa.
Luzmila estaba impresionada hasta el fanatismo, y cosa parecida ocurría con sus padres, quienes soñaban con una cantidad increíble de nietecitos dotados de las más perfectas dentaduras de la tierra. En mi loca pasión por la muchacha no veía yo que cada día me hundía más y más en un laberinto del cual me sería imposible salir airoso. Un día cualquiera Luzmila sabría la verdad y entonces todo mi mundo dental se vendría abajo inexorablemente.
Y así, fue, en efecto.
Cuando mis relaciones con Luzmila llegaron a cierto término, creí oportuno formalizar nuestro compromiso y solicitar su mano al señor Gorlán y a su esposa. Por fatal coincidencia, que en ese momento me pareció una bendición del cielo, Molar me llamó en la mañana del día fijado para la petición y me comunicó con entusiasmo el perfeccionamiento de una nueva dentadura, tan notable que ni se sentía en la boca. Corrí emocionado a su consultorio y, tras la confección habitual de moldes y planchas que yo estaba acostumbrado, pude contemplar en un espejo la más fantástica obra de arte dental que pudiera imaginar un fanático.
Aquella dentadura hubiera podido llevar la firma de Cellini. Tanta era su belleza, tal la inmejorable alineación de los dientes, y de tal naturaleza la casi impalpable materia de que estaba hecha, que podía decirse de ella -sin exagerar en absoluto- que, efectivamente, no se sentía en la boca.
Loco de contento con la nueva adquisición, volé a mi casa, tanto porque debía vestirme para el pedido de mano, cuanto porque deseaba estar a solas con mi dentadura. Quería mirarla, observarla detenidamente, con la ternura que en los auténticos aficionados despiertan las obras maestras. Y así lo hice, en efecto. Mientras me afeitaba la coloqué en un lugar cercano al lavatorio, donde pudiera mirarla bien. Tomando el baño, me acompañó suavemente apoyada en la jabonera, y al vestirme, parecía duplicarse contra el espejo del ropero.
Unos minutos más tarde se encontraba listo para dar un nuevo importante paso en mi vida, que habría de llevarme al matrimonio. Elegante, muy bien peinado, dejando a mi paso una estela embriagante y sensual de colonia inglesa, sentí que el mundo era mío cuando me detuve unos instantes en la puerta del edificio donde yo vivía, para dedicar una sonrisa amplia y afectuosa a la mujer del portero. Pero allí ocurrió algo que me sorprendió muchísimo.
La mujer se quedó mirándome con asombro y sin contestar a mi saludo dio media vuelta y se introdujo en su cuarto. No di mayor importancia al detalle y seguí mi camino, sonriendo a diestra y siniestra, a cuantos conocidos discurrían junto a mí. Era extraño, pero sentía que había algo raro en el ambiente. La gente contestaba mi saludo y mi sonrisa, es cierto, pero con un gesto de admiración y sorpresa que yo -en mi estúpida ingenuidad- atribuía a la belleza deslumbrante de mi dentadura. Algo raro había en mi persona pero no acertaba a saber qué.
Así las cosas llegué a la casa de mi próxima novia. Toqué el timbre y salió ella en persona a abrirme la puerta. Sonreí entonces con esa sonrisa amplia y tierna que a ella le emocionaba tanto. ¡Para qué lo hice! Sus ojos se dilataron hasta casi rasgarse. Juntó las manos en un gesto desesperado y, estallando en convulsivos sollozos me dio con la puerta, no en las narices, sino en un dedo que yo había apoyado junto a la bisagra. El mismo que ahora tengo hinchado hasta los cimientos y que me late como si tuviera adentro un corazón.
Desorientado, regresé a mi casa. No sabía qué hacer ni a qué atribuir la extraña aptitud de Luzmila. En el camino de vuelta no sonreí a nadie. Tenía la moral por los suelos. Llegué derrotado a mi departamento. Abrí la puerta. Entré. Alcancé mi dormitorio y, al poner los ojos en la mesita de noche sentí que se me detenía el corazón y tuve que sentarme para no caer sobre el piso.
Si, Señor Comisario... ¡¡¡Sobre la mesita de noche, donde la había puesto mientras me colocaba las ligas, estaba todavía mi nueva dentadura postiza!!! ¡Me habían visto en la calle sin ella! En ese trágico viaje a la casa de mi novia había revelado mi secreto a todo el mundo. Estaba desacreditado, humillado, vencido... Lloré inconsolablemente y, como quien abjura del paganismo y destruye sus ídolos, tomé un martillo y deshice mi valiosa colección de dentaduras. Como riéndose de mi dolor, la máquina de abajo remecía el cuarto a cañonazos, entregada ahora a su nueva labor de tapar botellas de a litro.
Al día siguiente, o sea ayer, supe que Luzmila se había fugado con un agente de seguros, aprovechando la prima que él había ganado haciéndole una póliza al señor Gorlán. Yo conocía a ese agente. Tenía un diente cariado y una media corona en la cordal izquierda. Comprendí los alcances del insulto: Luzmila me dejaba por un hombre de piezas malas pero legítimas... Entonces decidí suicidarme, y tras profunda selección de medios escogí el revólver.
Aquí estoy, pues, Señor Comisario, muerto de cansancio después de haber remado cinco horas para alejarme un kilómetro de la playa. Con un mareo infernal en todo el cuerpo y con un dedo que amenaza estallar de un momento a otro.
Adiós, Señor Comisario. No tengo el gusto de conocerlo, y disculpará usted las penosas circunstancias y el extraño servicio de correos que utilizó para ponerme a sus órdenes, pero la vida es así. Que me entierren sin dientes.
Acabo de arrojar los remos al agua. Dentro de breves segundos todo habrá terminado. Nuevamente adiós.
Pedro Quijano.
Post-data.- Cuando ya había terminado esta carta descubro que he cometido un espantoso error. Olvidé traer el revólver conmigo. Esto me ha hecho pensar unos segundos acerca de la vida, y creo que es estúpido matarse por una dentadura. No, no me mataré. Estoy sin remos, mareado y con una mano casi inútil, pero trataré de llegar nadando a la playa. Yo no quiero morir. Ya no quiero morir. Me arrojaré al agua y llegaré a la playa nadando, nadando, nadando....
__________________
También conocido como Phil
Carta de suicidio de Kurt Cobain
Aquí esta traducida la supuesta carta de suicidio de Kurt Cobain:
Hablando como el estúpido con gran experiencia que preferiría ser un charlatán infantil castrado. Esta nota debería de ser muy fácil de entender. Todo lo que me enseñaron en los cursos de punk-rock que he ido siguiendo a lo largo de estos años, desde mi primer contacto con la, digamos, ética de la independencia y la vinculación con mi entorno ha resultado cierto. Ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo Rock'n'Roll. Me siento increíblemente culpable. Por ejemplo, cuando se apagan las luces antes del concierto y se oyen los gritos del publico, a mi no me afectan tal como afectaban a Freddy Mercury, a quien parecía encantarle que el público le amase y adorase. Lo cual admiro y envidio muchísimo. De echo no puedo engañar, a ninguno de ustedes. Simplemente no seria justo ni para ustedes ni para mí. Simular que me lo estoy pasando el 100% bien sería el peor crimen que me pudiese imaginar. A veces tengo la sensación de que tendría que fichar antes de subir al escenario. Lo he intentado todo para que eso no ocurriese. (Y sigo intentándolo, créeme Señor, pero no es suficiente). Soy consciente de que yo, nosotros, hemos gustado a mucha gente. Debo ser uno de aquellos narcistas que sólo aprecian las cosas cuando ya han ocurrido.
Soy demasiado sencillo. Necesito estar un poco anestesiado para recuperar el entusiasmo que tenía cuando era un niño. En estas tres últimas giras he apreciado mucho más a toda la gente que he conocido personalmente que son fans nuestros, pero a pesar de ello no puedo superar la frustración, la culpa y la hipersensibilidad hacia la gente. Sólo hay bien en mí, y pienso que simplemente amo demasiado a la gente. Tanto, que eso me hace sentir jodidamente triste. El típico Piscis triste, sensible, insatisfecho, ¡Dios mío! ¿Por qué no puedo disfrutar? ¡No lo sé! Tengo una mujer divina, llena de ambición y comprensión, y una hija que me recuerda mucho a como había sido yo.
Llena de amor y alegría, confía en todo el mundo porque para ella todo el mundo es bueno y cree que no le harán daño. Eso me asusta tanto que casi me inmoviliza. No puedo soportar la idea de que Frances se convierta en una rockera siniestra, miserable y autodestructiva como en lo que me he convertido yo. Lo tengo todo, todo. Y lo aprecio, pero desde los siete años odio a la gente en general... Sólo porque a la gente le resulta fácil relacionarse y ser comprensiva. ¡Comprensiva! Sólo porque amo y me compadezco demasiado de la gente. Gracias a todos desde lo más profundo de mi estómago nauseabundo por nuestras cartas y nuestro interés durante los últimos años. Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión. Y recuerda Courtney que es mejor quemarse que apagarse lentamente.
Paz, amor y comprensión.
KURT COBAIN
Frances y Courtney, estaré en nuestro altar. Por favor, Courtney, sigue adelante por Frances, por su vida que será mucho más feliz sin mí.
Poema Carta De Un Suicida de José Eugenio Sánchez
no fue el dardo que dio en el centro
tampoco el veneno ni la mariposa que traía en la punta
no fue un golpe de suerte
quizá un poco de paciencia y claro
un blanco débil
no se culpe a esta mujer de haberme volado la cabeza
de traer hasta mis labios la canción de su cintura
no se le tome venganza
no se me tome cariño
tampoco la detengan es su descarnizada pasión al desnudarse
sólo prendan las velas
súbanle a la música
que no falte queso ni vino
en invierno
las catástrofes requieren sutileza
hoy el asunto es otro: como confiar en el azar si es un padrote.
[Un "padrote": un cabrón]
Otro poema de Gonzalo Rojas.
El abismo llama al abismo
I
Es una inmensa cama llena de concubinas:
playa de plumas frívolas, sábanas de gangrena,
donde estoy arrojado, despedido, desnudo.
Es la bahía inútil en que flota la muerte
mi costumbre de estar echado entre esas páginas,
murmurando el deseo de quemarlas conmigo.
¿Siempre será un espíritu carnicero mi cuerpo
montado en el ciclón de mi ánimo partido,
consumido en un lecho de llamas por mi orgullo?
Los pájaros que un día cantaron en mi estrella,
las estrellas que un día jugaron a ser rosas,
todo fué un ramo lívido de mustios huracanes.
Los príncipes que hablaron la lengua del delirio
para dar en el blanco de las contradicciones,
mentidos labios fueron de falso vaticinio.
¿Dónde está el libro abierto con el cuadro del juicio?
¿Dónde la letra angélica tocada por la gracia?
¿Cuál de estos cuerpos guarda la tinta del vidente?
Oigo un coro en la lluvia de la luz afilada,
destapar mi sellada cara descolorida:
" Si mueres, qué te vale ganar el mundo entero".
La zarza ardiendo arrasa mi dictada escritura.
Oh mujeres: sois letras muertas sobre el papel.
Mientras yo estoy durmiendo en un árbol cerrado,
mi cabeza en el éter, y mi labio en la copa.
II
Nacido de mujer, rayo de un día,
siglo de sinsabores, fuí azotado
en mi niñez por la peste divina.
Turbado y conturbado, mi torrente
hoy vuelve su caudal a la cascada,
por donde canta el trueno del verano.
¿Por qué caía una ciudad del cielo
para llevarme, para seducirme
con el pan, con el vino y el pecado?
Tal vez mi lengua es hoja traicionera
que abre una herida honda en su caricia,
al rescatar del labio la inocencia.
¿Quién era yo para vestir de duelo,
para cambiar el curso de la luna?
¿Quién era sino el hambre de las cosas?
La ruina fué mi ley. Subí al cadalso.
Bebí mi cáliz de amarga cicuta.
Y no morí. Ni salí de la tierra.
Entré cantando a las grandes ciudades
donde hervía la noche en su miseria.
Donde todas las calles me lucían
el animal variable de su amor.
Entré cantando en todas las tabernas,
y no pude embriagarme ni reír me.
Huésped fuí de constante madrugada.
Debajo de sus pies puse mis besos
como signos de rosas funerarias.
El hombre se alimenta de mujeres.
De calor y de frío. El hombre llora
su soledad perdida y extranjera.
El hombre corta el aire como un rayo,
sus cabellos comidos por el vértigo,
llamado por la pulpa del pecado.
¡Oh serpiente de amor, hermana mía!
Tú me perdiste. Tú me levantaste.
Oh tú, pecado original del hombre.
Oh lluvia de la fe. Tú me nevaste
con el blancor de antaño, en mi sepulcro.
Tú me diste a comer la poesía.
Patria de realidad: siempre la noche.
Por conquistarla, vivo en el combate,
escribiendo en el mar con mi cuchillo,
hasta abrir el espíritu en mi letra.
III
Cuando la libertad me abre sus alas muertas,
yo me acojo a su amparo. Recurro a su designio.
La mentira es mi parte de verdad, a su sombra.
Me llama una mujer con mis ojos llorados.
Me llama un árbol con los besos de mi copa.
Me llama la tristeza con mi insondable espina.
¿Qué haré? Oh siempre, y siempre. ¿Qué haré para salvarme
de toda la elocuencia del mundo que me llama
desde su abismo, desde su vorágine lúgubre?
Llámame, madre. Llámame, mujer, a tus entrañas.
Yo soy el Desnacido. Llámame a tu belleza
nupcial. Llámame al sueño de tu virtud ardida.
Llámame, muerte. Llámame a tu piedad de piedra.
Llámame, nada. Llámame, nadie. Yo soy el hombre,
rey desencadenado de su antigua tiniebla.
Llámame, corazón, a tu fuego increado.
Llámame a mi patíbulo. Que estoy presto a morirme,
en defensa de todo lo que nunca mi lengua
pudo decir del viento de mi niñez perdida.
De La miseria del hombre, 1948
Breve descripción de una playa.
Playa de entorno virgen. De forma rectilínea, con base de arena de color blanco. Playa ventosa, de oleaje moderado, en la que el mar se nos presenta con toda su fuerza, pero donde nos pondremos morenos en pocos días. Tiene una piscina natural formado en el medio de sus rocas pizarrosas (furnas). Es una playa peligrosa, en la que las corrientes y el oleaje pueden jugar una mala pasada, por lo que es necesario tener en consideración las normas dictadas por los miembros de vigilancia.
Descripciones:
-playa
-biblioteca / subterráneo
-aeropuerto
-motel
-atmósferas (50).
Por cosas:
Poema Bienes de Teillier.
Sobre Teillier:
-“para los grandes sólo llega el silencio / vacío como un muro que ya no recorrensombras”
-“te gusta quedarte en la estación desierta /cuando no puedes abolir la memoria”
-“el reloj sigue diciendo / que la noche es el único tren / que puede llegar a estepueblo, / y a ti te gusta estar inmóvil escuchándolo”.
-“el que tuvo temor / escuchará junto a los suyos / los pasos de su madre”.
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