Diario de Amaranta V

Enero, 2:

Carmen declara: "temo a mi soledad porque es más grande que yo".
Amaranta se repite en silencio esas palabras. Se deja percutir por ellas.
Median después varios minutos de un silencio denso.
Ella está ante la ventana, se ha volteado hacia la noche y se ha fijado en una estrella. Siente que es momento de decir algo. Como quien ha suspendido una confesión durante meses y elige el instante actual para prestar el testimonio que le dará en definitiva por culpable.
Abrupta confesión. Como ruptura de un contenedor o erupción de un volcán.
Piensa. Tiembla a merced de lo que escucha hablar (eso repercute en su cabeza). Pero cómo hablar de eso sin parecer superficial (de qué modo hablar a otra de la propia soledad).
Empieza a hablarse, a hablar como quien se obstina en cazar un animal, como quien quisiera atrapar una palabra, una palabra especial (porque amenaza hacer del silencio algo distinto de él):
"Te cuento...", dice.
-"¿Cómo es que, en mi caso, llegué a paladear la soledad?
No al naufragar, tampoco al arribar en una isla desconocida.
No en la mano que se extiende para abrirse y recoger vacío.
No en medio de una zona extranjera en que las palabras predilectas son sólo barbarismos al oído de los otros.
No en un último beso.
No en el golpe de puerta que da por terminada la fiesta que anhelaste durante años.
No al deambular por andenes en la estación donde los trenes abandonados parecen bajo lluvia ser la imagen de extintas ilusiones.
No al entrar en la casa que se deja deshabitada (después de que un divorcio te condena a un exilio hacia dentro).
Acaso la soledad no apunte al páramo ni menos al islote.
Tampoco se ilustra por el faro o por medio de un edificio en ruinas.
La soledad es algo que nace de mí. Es algo que descubro, una vez que invento excusas a fin de rechazar la mano de mi niñez, justo cuando esta me invita a dejarme llevar según la ventolera de los propios impulsos.
De vez en cuando lloro. No lloro de tristeza.
Estoy triste porque cedo a esa soledad por la que traiciono algo a lo que sé que quisiera ser fiel"-.
Amaranta palpa su reflejo en el vidrio de la ventana:
"Lloras. Y sin embargo...
La soledad es algo que te impones. Un castigo para así identificarte con lo que te ha rechazado".

Ella piensa en voz alta. Termina por alterar la mirada.
Su mirada. Una vez que se escudriña, recuerda un caballo cansado o un perro vago.
A su alrededor se apagan luces que iluminan cuartos detrás de las ventanas.
De pronto se descubre suspirando. Aire que suplica aire.
Ya ese suspiro la ha ligado a algo.
Un suspiro de nostalgia quizá.

Mira por última vez la ventana. Presiona un interruptor. Apaga la luz del cuarto.
Tendida sobre el colchón, cierra los párpados. Antes de entregarse al sueño finalmente, sonríe.
Sabe que la soledad tiene una medida, su propia medida
El cuarto, el lecho, el sueño: le parecen más amplios que nunca...
Carmen la observa como se mira a alguien que abre una jaula e incentiva a un ave a alejarse.
El ave no se aleja.

0 comentarios:

Publicar un comentario